lunes, 10 de febrero de 2020

El Determinismo Tecnológico Popular


(Vicente López Espinilla)

Siempre he tenido la sensación de que hay subyacente un sentir globalizado, casi como una cultura de interpretación de la tecnología con distintos signos de valoración encontrados. Algo común a diversas culturas que nos conduce a pensar y teorizar como socialmente lo hacemos sobre la problemática de la influencia de la tecnología en nuestras vidas. Y he querido, desde el conocimiento de las lecturas (entre ellas la de Daniel Chandler y John Daniel) y el material multimedia que ha llegado a mis manos, encontrar una definición apropiada para este fenómeno.

Investigando, he encontrado un interesante estudio sobre el determinismo de un profesor  del Departamento de Filosofía de la Universidad de Málaga (España): El determinismo tecnológico: indicaciones para su interpretación (Antonio Diéguez, 2005), y en este estudio he encontrado la pieza del puzle que me faltaba para denominar este fenómeno: el Determinismo Tecnológico Popular.

Yo voy a intentar extractar en resumen su estudio líneas abajo.

Clarificando conceptos

El determinismo tecnológico ha sido teorizado y explicado desde diferentes perspectivas: por filósofos e historiadores. Así tenemos autores como Karl Marx, Ernst Jünger, Martin Heidegger, Lewis Mumford, Jacques Ellul, Herbert Marcuse, Langdon Winner, Lynn White, Jr., John Kenneth Galbraith, Marshall McLuhan, Alvin Toffler, Robert L. Heilbroner, Neil Postman, etc…

Para los filósofos, la tecnología está sujeta a un proceso autónomo de desarrollo, que, por no obedecer a ningún agente externo a la propia tecnología, se puede considerar como determinado por una lógica interna. Pero para los historiadores el determinismo tecnológico tiene un significado muy diferente, pues para ellos la tecnología determina (o influye de forma decisiva en) el curso de la historia (cf. Smith y Marx (eds.) 1996).

Algunos deterministas fuertes unen ambas tesis y las presentan como si tuvieran que ir necesariamente ligadas: la tecnología es autónoma en su desarrollo y determina los procesos históricos y sociales.

Otro modo en que puede entenderse inicialmente el determinismo tecnológico es en analogía con el determinismo tal como se entiende en las ciencias naturales desde que fuera definido por Pierre-Simon de Laplace en 1814 (cf. Laplace 1985, pp. 24-25), es decir, como el sometimiento de todos los fenómenos naturales a leyes inmutables. Y una consecuencia del determinismo así entendido es la inevitabilidad del resultado que las leyes naturales dictan sobre el futuro.

Por otra parte, se puede aceptar un determinismo fatalista o suponer que una mente infinita conoce todos los eventos futuros sin aceptar al mismo tiempo que todo está sometido a leyes naturales.

Trasladando a la tecnología lo sostenido por el determinismo físico, el determinismo tecnológico debería afirmar que todos los fenómenos tecnológicos obedecen a leyes naturales que dictan de forma necesaria la configuración que tomará la tecnología en cualquier momento posterior. Es  decir, “el determinismo tecnológico puede concebirse como la idea de que a la luz de la situación pasada (y actual) del desarrollo tecnológico y de las leyes de la naturaleza, el cambio social no puede seguir en el futuro más que un único curso posible.

Pero Diéguez nos clarifica que una cosa es que los sistemas tecnológicos funcionen de acuerdo con leyes naturales, otra que el desarrollo tecnológico obedezca las leyes naturales en su sucesión y que además eso implique que esa sucesión sólo puede tener un camino. Y nos introduce con esto en la problemática del determinismo tecnológico popular, al que interpreta como la ausencia de control de la tecnología por parte del ser humano; como el desarrollo autónomo de la tecnología. Según esta interpretación, la sociedad no tiene capacidad para influir en el curso del desarrollo tecnológico.  No hay posibilidad real de modificarlo. Estamos abocados a lo que dicte para nosotros la propia tecnología.

El origen de la teoría parece estar fundada en postulados contrarios pero interconectados, de autores como por ejemplo los siguientes:

(1) la tecnología es intrínsicamente ingobernable y sigue leyes propias (Jacques Ellul);
(2) hemos dejado que las instancias que deberían gobernar y controlar la tecnología no lo hagan (Langdon Winner).

Winner postula que unas innovaciones técnicas conducen a las otras. Esto implica, evidentemente, que nada puede hacer ya el ser humano por controlarla o reconducirla. Todo intento de hacerlo o bien está condenado al fracaso, o bien, si consigue tener algún efecto, no llevaría más que la aplicación de nuevas técnicas (de gestión, de gobierno, etc.) a los procesos tecnológicos ya existentes, con lo cual en última instancia sólo se conseguiría reforzar el propio sistema tecnológico. El hombre es una pieza más del engranaje, y sólo le cabe obedecer también sus leyes. En el mejor de los casos es un mero catalizador que desencadena y acelera el movimiento, pero sin participar en su manejo.

Diéguez encuentra diversos problemas a esta caracterización del determinismo:

En primer lugar, esta teoría contempla la tecnología como algo homogéneo, inextricable, sin articulación interna ni niveles diferenciados. No permite, por ejemplo, hablar de tecnologías de fácil control en comparación con otras de control más difícil. El holismo de Ellul ve la tecnología como un todo que se acepta o se rechaza en su globalidad y que señala un camino único. Y puesto que esa globalidad no puede ser controlada por completo por los individuos o por los gobiernos, se concluye, que no es posible control efectivo ninguno de la tecnología.

En segundo lugar, convierte a la tesis de la autonomía de la técnica en una tesis cuasi ontológica: hay algo en la propia naturaleza de la tecnología que la hace ingobernable una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo o cierta forma concreta. Como el monstruo creado por el doctor Frankenstein, una vez que está en el mundo, se rebela ante cualquier intento de sumisión y exige incluso obediencia a su creador.

Pero esto no es exacto ya que ciertas características sociales, culturales, éticas, estéticas o religiosas pueden hacer que una determinada tecnología fracase, por muy eficiente que sea en otro contexto social. La máquina de vapor de Herón de Alejandría sólo fue un juguete sofisticado a falta de un contexto social como el que en el siglo XVIII encontró para ella una función sustancial, y en la actualidad, algunas técnicas de control de natalidad se vuelven socialmente inviables en países musulmanes o donde la iglesia católica ejerce una gran influencia. En otras ocasiones son las circunstancias del mercado o la situación en el mismo de las empresas que promueven una tecnología las que hacen que ésta triunfe frente a tecnologías mejores desde un punto de vista puramente ingenieril. Así, el sistema Betamax en vídeo perdió la batalla frente al VHS, a pesar de su mejor calidad de imagen, el sistema operativo de Macintosh fue desbancado por el sistema Windows que trataba de imitar algunas innovaciones introducidas por aquél, y el Concorde fue retirado del mercado pese a su excelente tecnología en comparación con la de los aviones transatlánticos no supersónicos (cf. Echeverría 2001).

Para Winner, no se trata de que la tecnología sea intrínsecamente autónoma  e  ingobernable.  Es  que  con  nuestra  actitud  pasiva,  con  nuestro “sonambulismo” voluntario, con nuestras prisas irreflexivas propiciadas por la propia rapidez de los cambios, hemos dejado que la tecnología fluya sin control popular y hemos tolerado que, en muchos casos, el control lo tome una minoría fuertemente comprometida con el propio sistema tecnológico. De este modo la tecnología ha terminado por dominar en nuestra sociedad a la economía y a la política, en lugar de ser al contrario, y su desarrollo ha quedado en manos exclusivas de expertos tecnócratas. Si para Ellul la tecnología, una vez alcanzado cierto nivel de complejidad, es autónoma por su propia naturaleza y sigue ya sólo leyes internas de desarrollo, para Winner hemos permitido sencillamente que una tecnología que podría estar guiada por nuestras necesidades y nuestros valores haya quedado al margen de los intereses públicos.

El determinismo tecnológico popular recoge en buena medida unas ideas parecidas: La tecnología se determina a sí misma; sigue un desarrollo autónomo y se cifra en la convicción de que la tecnología actual, ya sea por haberse convertido en una fuerza en sí misma irresistible, ya sea por la desidia o ignorancia de los seres humanos, está fuera de control.

Diéguez, nos habla también de una versión optimista y una versión pesimista del asunto.

Para la versión optimista o cientifista está muy bien que no haya control externo sobre el desarrollo de la investigación científica y técnica porque esa es la mejor forma de garantizar el bienestar humano. El control de la ciencia y de la técnica es visto como una intromisión que coarta la libertad y que conduce al atraso cultural y económico. La versión pesimista ve, en cambio, en  este  descontrol  el inicio  del camino  al desastre.  Un  desastre  ecológico  sin precedentes y, quizás incluso, el fin de la civilización.

Curiosamente, nos señala Diéguez, este determinismo tecnológico popular convive con otra idea con la que resulta difícilmente encajable: la que sostiene que la tecnología es un mero instrumento neutral con el que podemos hacer cosas buenas o cosas malas según nuestros deseos. Un determinismo tecnológico consecuente debería llevar a asumir que no es real la neutralidad de la tecnología con respecto a nuestros fines y valores.

¿Pero qué aspectos de la tecnología son los que aparecen implicados fundamentalmente cuando se habla de la autonomía y el descontrol de la misma?  Diéguez se basa en una clasificación efectuada por Niiniluoto (1984, p. 258). Según el cual, la diversidad de referentes que poseen en la actualidad las palabras ‘técnica’ y ‘tecnología’ se puede concretar en la siguiente lista:

a) Los instrumentos o artefactos que el hombre ha creado para la interacción con la naturaleza.
b) El uso de tales instrumentos.
c) Las habilidades (o know how) requeridas para el uso de estos instrumentos.
d) El diseño de los instrumentos.
e) La producción de estos instrumentos.
f) El conocimiento necesario para su diseño y producción.

Y de acuerdo con esta clasificación, ¿a qué se refiere exactamente el determinismo tecnológico popular cuando asume la incapacidad para controlar la técnica? Es evidente que, al menos por el momento, no se refiere al descontrol de los aparatos o artefactos. No estamos aún en el mundo descrito por Isaac Asimov en su novela “Yo, robot”. Las máquinas siguen haciendo aquello para lo que fueron diseñadas, aunque tengan también efectos secundarios no previstos en su diseño, la que auguran Marvin Minsky y Hans Moravec una vez que los robots hayan alcanzado un grado de inteligencia superior al humano (cf. Diéguez 2001).

Los problemas para justificar el determinismo tecnológico

El determinismo tecnológico parte de una intuición sin duda bastante sensata y extendida: no podemos hacer lo que queramos con la tecnología. Y un error central que consiste especialmente en subestimar la fuerza con la que la tecnología influye en nuestra cultura y modifica nuestros valores. Entre tecnología y valores se da una interacción mutua, no una influencia con dirección única, ya sea sólo de la tecnología sobre nuestros valores, como sostiene el determinista tecnológico, o sólo de nuestros valores sobre la tecnología, como sostiene el voluntarista o el determinista social (cf. Niiniluoto 1990).

Por otra parte, a estas alturas, el hombre no puede prescindir de la tecnología (si es que alguna vez hubiera podido). Sencillamente la sociedad en su conjunto no puede renunciar, so pena de muertes masivas, a la producción y uso de la tecnología. La existencia de los seres humanos en un número de varios miles de millones es inviable sin ella. Caben renuncias individuales o de pequeños grupos, como los “amish” de Norteamérica, pero incluso en estos casos esas renuncias casi nunca son totales.

Pero la cuestión, nos plantea Diéguez, es si hemos de aceptar esta situación como inevitable o si cabe hacer algo al respecto. El determinista da por sentado que poco o nada se puede hacer. Sin embargo, sus argumentos para sostener esto son débiles y se basan en muchas ocasiones en generalizar la dificultad del control de ciertas tecnologías y en apelar a la sensación de impotencia que embarga a muchos frente al desarrollo tecnológico. En su opinión, por el contrario, hay que dar la razón a Tiles y Oberdiek (1995, p. 25) cuando afirman que “las interconexiones técnicas existentes limitan el campo para la realización de los fines humanos, pero de ahí no se sigue que la red de sistemas tecnológicos sea inmune a la intervención humana y se desarrolle únicamente según sus propias leyes internas. Algunos problemas se pueden resolver en relativa independencia, pues aunque en el fondo todo puede estar interrelacionado, aún es posible distinguir y usar partes específicas para propósitos específicos como si fueran separables. Y, sobre todo, hay que preguntarse si la escasa influencia actual de las decisiones individuales en la marcha del desarrollo tecnológico no obedece antes a la estructura vigente del sistema económico y político que a la naturaleza supuestamente ingobernable de la tecnología.

¿Controla realmente la tecnología a los poderes económicos y políticos, sometiéndolos a sus dictados inapelables, o más bien son éstos los que mantienen el control pero no se dejan influir fácilmente por las voces de los ciudadanos, especialmente cuando van en contra sus intereses inmediatos?

Como señala Keith Pavitt, el determinismo tecnológico fracasa empíricamente en la medida en que:
- una gran proporción de la tecnología desarrollada no se difunde, sino que se rechaza sobre fundamentos económicos y sociales,
- muchas tecnologías están continuamente adaptándose a la luz de imposiciones económicas y sociales,
- cualquier tecnología dada permite cierto grado de variación en las formas de organización adoptadas para su explotación. (Pavitt 1997, p. 192).
Para Francis Fukuyama, quien, sin embargo, defendió el determinismo con anterioridad. Estas son sus palabras:

[S]encillamente no es cierto que el ritmo y el alcance del desarrollo tecnológico no puedan 
controlarse. Existen muchas tecnologías peligrosas, o éticamente controvertidas, que se han 

sometido a un control político efectivo, como las armas nucleares y la energía nuclear, los 

misiles balísticos, los agentes de guerra química o biológica, los órganos humanos, las 

sustancias neurofarmacológicas, etc., que no pueden desarrollarse ni circular libremente en los 

mercados  internacionales.  La  comunidad  internacional  ha  regulado  con  efectividad  la 

experimentación con sujetos humanos durante muchos años. Más recientemente la proliferación 

de los organismos modificados genéticamente (OMG) en la cadena alimentaria se ha detenido 

en seco en Europa, y los granjeros estadounidenses empiezan a abandonar unos cultivos 

transgénicos que habían incorporado hacía muy poco. Se puede cuestionar la oportunidad de tal 

decisión desde un punto de vista científico, pero viene a demostrar que el avance de la 

biotecnología no es un gigante imparable. (Fukuyama 2002, p. 300).

El peligro que aquí se encierra es que el determinismo tecnológico pueda convertirse en lo que en ciencias sociales se conoce como una ‘profecía de autocumplimiento’: si todos consideramos que la tecnología no es controlable, nadie hará los esfuerzos necesarios para fomentar su control. Se parte de la dificultad real que encierra el control de ciertas tecnologías muy difundidas o con
valor estratégico (desde el punto de vista militar, pero también económico), y de forma interesada se generaliza esa dificultad de control a prácticamente cualquier tecnología novedosa,  radicalizándola  además  hasta  convertirla  en imposibilidad práctica  de control. Con ello el mensaje que se envía a la sociedad es claro: cualquier intento de oposición a las nuevas propuestas tecnológicas, no sólo es reaccionario, por ir contra el progreso de la humanidad, sino que es completamente inútil. La marcha de la tecnología se hace así incontestable.

Pero hay tras todo esto un peligro adicional que esta vez se dirige contra la propia ciencia. La popularidad de la que goza el determinismo tecnológico, sobre todo, entre ciertas élites tecnocientíficas, está ligado a un fenómeno particularmente peligroso para el futuro de la investigación científica y tecnológica. Son ya varios los analistas que han hecho notar cómo las actitudes anticientíficas parecen afianzarse e incluso crecer en nuestras sociedades altamente tecnificadas (cf. Holton 1993 y Dunbar 1999). Y ello a pesar del aumento del nivel cultural de la población.

Estas actitudes obedecen a una reacción radical al radicalismo de signo opuesto que representa el determinismo  tecnológico.

Los efectos de la tecnociencia son en su gran mayoría beneficiosos y bien recibidos por el público. Ahí están como ejemplos los avances médicos, los progresos en informática, los nuevos procedimientos de comunicación y transporte, los nuevos y mejores materiales sintéticos. Nadie puede cabalmente negar eso. Pero desde los años setenta  también se  han hecho crecientemente notorios los efectos negativos: la contaminación, la superpoblación, la perturbación grave del medio ambiente, las extinciones de especies, las armas biológicas, etc. La tecnociencia es contemplada como una gran esperanza, pero también como un gran peligro. 

Cuando este peligro llega a ser visto por algunos como un riesgo inasumible impuesto por sectores que funcionan de forma autónoma, movidos por intereses particulares, la hostilidad se despierta fácilmente. Cuando la política científica y tecnológica brilla por su ausencia o se  limita  a  distribuir fondos  para  la  investigación  dependiendo  de  criterios  de rentabilidad, es previsible que muchos se sientan ajenos al resultado. Cuando la ciencia y la técnica comienzan en suma a ser percibidas como una forma de poder no sujeta a un mínimo control democrático, es inevitable que surjan, desde la opinión pública y desde los movimientos políticos, recelos e incluso una fuerte oposición a la extensión de su autoridad.

Referencias

Antonio Diéguez (Departamento de Filosofía Universidad de Málaga - España) El determinismo tecnológico: indicaciones para su interpretación. Publicado en Argumentos de Razón Técnica, 8, 2005, pp. 67-87.

Daniel Chandler, Technological or Media Determinism. 

David G. Myers, Social Psychology 10th ed. Mcgraw-Hill 2010.

John Daniel, Technology is the Answer: What was the Question?

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