(Vicente López Espinilla)
Siempre he tenido la sensación de que hay subyacente un sentir globalizado, casi como una cultura de interpretación de la tecnología con distintos signos de valoración encontrados. Algo común a diversas culturas que nos conduce a pensar y teorizar como socialmente lo hacemos sobre la problemática de la influencia de la tecnología en nuestras vidas. Y he querido, desde el conocimiento de las lecturas (entre ellas la de Daniel Chandler y John Daniel) y el material multimedia que ha llegado a mis manos, encontrar una definición apropiada para este fenómeno.
Siempre he tenido la sensación de que hay subyacente un sentir globalizado, casi como una cultura de interpretación de la tecnología con distintos signos de valoración encontrados. Algo común a diversas culturas que nos conduce a pensar y teorizar como socialmente lo hacemos sobre la problemática de la influencia de la tecnología en nuestras vidas. Y he querido, desde el conocimiento de las lecturas (entre ellas la de Daniel Chandler y John Daniel) y el material multimedia que ha llegado a mis manos, encontrar una definición apropiada para este fenómeno.
Investigando, he encontrado un interesante estudio
sobre el determinismo de un profesor del
Departamento de Filosofía de la Universidad de Málaga (España): El
determinismo tecnológico: indicaciones para su interpretación (Antonio Diéguez, 2005), y en
este estudio he
encontrado la pieza del puzle que me faltaba para denominar este fenómeno: el Determinismo Tecnológico Popular.
Yo voy a intentar extractar en resumen su
estudio líneas abajo.
Clarificando conceptos
El determinismo tecnológico ha sido teorizado
y explicado desde diferentes perspectivas: por filósofos e historiadores. Así
tenemos autores como Karl Marx, Ernst Jünger,
Martin Heidegger, Lewis Mumford, Jacques Ellul, Herbert Marcuse, Langdon
Winner, Lynn White, Jr., John Kenneth Galbraith, Marshall McLuhan, Alvin
Toffler, Robert L. Heilbroner, Neil Postman, etc…
Para
los filósofos, la tecnología está sujeta a un proceso autónomo de desarrollo,
que, por no obedecer a ningún agente externo a la propia tecnología, se puede
considerar como determinado por una lógica interna. Pero para los historiadores
el determinismo tecnológico tiene un significado muy diferente, pues para ellos
la tecnología determina (o influye de forma decisiva en) el curso de la
historia (cf. Smith y Marx (eds.)
1996).
Algunos
deterministas fuertes unen ambas tesis y las presentan como si tuvieran que ir necesariamente
ligadas: la tecnología es autónoma en su desarrollo y determina los procesos
históricos y sociales.
Otro
modo en que puede entenderse inicialmente el determinismo tecnológico es en
analogía con el determinismo tal como se entiende en las ciencias naturales
desde que fuera definido por Pierre-Simon de
Laplace en 1814 (cf. Laplace
1985, pp. 24-25), es decir, como el sometimiento de todos los fenómenos
naturales a leyes inmutables. Y una consecuencia del determinismo así entendido
es la inevitabilidad del resultado que las leyes naturales dictan sobre el
futuro.
Por
otra parte, se puede aceptar un determinismo fatalista o suponer que una mente
infinita conoce todos los eventos futuros sin aceptar al mismo tiempo que todo
está sometido a leyes naturales.
Trasladando
a la tecnología lo sostenido por el determinismo físico, el determinismo
tecnológico debería afirmar que todos los fenómenos tecnológicos obedecen a
leyes naturales que dictan de forma necesaria la configuración que tomará la
tecnología en cualquier momento posterior. Es
decir, “el determinismo tecnológico puede concebirse como la idea de que
a la luz de la situación pasada (y actual) del desarrollo tecnológico y de las
leyes de la naturaleza, el cambio social no puede seguir en el futuro más que
un único curso posible.
Pero
Diéguez nos clarifica que una cosa es
que los sistemas tecnológicos funcionen de acuerdo con leyes naturales, otra
que el desarrollo tecnológico obedezca las leyes naturales en su sucesión y que
además eso implique que esa sucesión sólo puede tener un camino. Y nos
introduce con esto en la problemática del determinismo
tecnológico popular, al que interpreta como
la ausencia de control de la tecnología por parte del ser humano; como el
desarrollo autónomo de la tecnología. Según esta interpretación, la sociedad
no tiene capacidad para influir en el curso del desarrollo tecnológico. No hay posibilidad real de modificarlo.
Estamos abocados a lo que dicte para nosotros la propia tecnología.
El
origen de la teoría parece estar fundada en postulados contrarios pero
interconectados, de autores como por ejemplo los siguientes:
(1)
la tecnología es intrínsicamente ingobernable y sigue leyes propias (Jacques Ellul);
(2)
hemos dejado que las instancias que deberían gobernar y controlar la tecnología
no lo hagan (Langdon Winner).
Winner postula que unas innovaciones técnicas
conducen a las otras. Esto implica, evidentemente, que nada puede hacer ya el
ser humano por controlarla o reconducirla. Todo intento de hacerlo o bien está condenado
al fracaso, o bien, si consigue tener algún efecto, no llevaría más que la
aplicación de nuevas técnicas (de gestión, de gobierno, etc.) a los procesos tecnológicos
ya existentes, con lo cual en última instancia sólo se conseguiría reforzar el
propio sistema tecnológico. El hombre es una pieza más del engranaje, y sólo le
cabe obedecer también sus leyes. En el mejor de los casos es un mero
catalizador que desencadena y acelera el movimiento, pero sin participar en su
manejo.
Diéguez
encuentra diversos problemas a esta caracterización del determinismo:
En
primer lugar, esta teoría contempla la tecnología como algo homogéneo,
inextricable, sin articulación interna ni niveles diferenciados. No permite,
por ejemplo, hablar de tecnologías de fácil control en comparación con otras de
control más difícil. El holismo de Ellul
ve la tecnología como un todo que se acepta o se rechaza en su globalidad y que
señala un camino único. Y puesto que esa globalidad no puede ser controlada por
completo por los individuos o por los gobiernos, se concluye, que no es posible
control efectivo ninguno de la tecnología.
En
segundo lugar, convierte a la tesis de la autonomía de la técnica en una tesis
cuasi ontológica: hay algo en la propia naturaleza de la tecnología que la hace ingobernable una
vez alcanzado cierto nivel de desarrollo o cierta forma concreta. Como el
monstruo creado por el doctor Frankenstein, una vez que está en el mundo, se
rebela ante cualquier intento de sumisión y exige incluso obediencia a su
creador.
Pero
esto no es exacto ya que ciertas características sociales, culturales, éticas,
estéticas o religiosas pueden hacer que una determinada tecnología fracase, por
muy eficiente que sea en otro contexto social. La máquina de vapor de Herón de
Alejandría sólo fue un juguete sofisticado a falta de un contexto social como
el que en el siglo XVIII encontró para ella una función sustancial, y en la
actualidad, algunas técnicas de control de natalidad se vuelven socialmente
inviables en países musulmanes o donde la iglesia católica ejerce una gran
influencia. En otras ocasiones son las circunstancias del mercado o la
situación en el mismo de las empresas que promueven una tecnología las que
hacen que ésta triunfe frente a tecnologías mejores desde un punto de vista
puramente ingenieril. Así, el sistema Betamax en vídeo perdió la batalla frente
al VHS, a pesar de su mejor calidad de imagen, el sistema operativo de
Macintosh fue desbancado por el sistema Windows que trataba de imitar algunas
innovaciones introducidas por aquél, y el Concorde fue retirado del mercado
pese a su excelente tecnología en comparación con la de los aviones
transatlánticos no supersónicos (cf. Echeverría
2001).
Para
Winner, no se trata de que la tecnología
sea intrínsecamente autónoma e ingobernable.
Es que con
nuestra actitud pasiva,
con nuestro “sonambulismo”
voluntario, con nuestras prisas irreflexivas propiciadas por la propia rapidez
de los cambios, hemos dejado que la tecnología fluya sin control popular y
hemos tolerado que, en muchos casos, el control lo tome una minoría fuertemente
comprometida con el propio sistema tecnológico. De este modo la tecnología ha
terminado por dominar en nuestra sociedad a la economía y a la política, en
lugar de ser al contrario, y su desarrollo ha quedado en manos exclusivas de
expertos tecnócratas. Si para Ellul
la tecnología, una vez alcanzado cierto nivel de complejidad, es autónoma por
su propia naturaleza y sigue ya sólo leyes internas de desarrollo, para Winner hemos permitido sencillamente que
una tecnología que podría estar guiada por nuestras necesidades y nuestros
valores haya quedado al margen de los intereses públicos.
El determinismo tecnológico popular recoge
en buena medida unas ideas parecidas: La
tecnología se determina a sí misma; sigue un desarrollo autónomo y se cifra en
la convicción de que la tecnología actual, ya sea por haberse convertido en una
fuerza en sí misma irresistible, ya sea por la desidia o ignorancia de los
seres humanos, está fuera de control.
Diéguez, nos habla también de una versión optimista y una versión pesimista
del asunto.
Para
la versión optimista o cientifista está muy bien que no haya control externo
sobre el desarrollo de la investigación científica y técnica porque esa es la
mejor forma de garantizar el bienestar humano. El control de la ciencia y de la
técnica es visto como una intromisión que coarta la libertad y que conduce al
atraso cultural y económico. La versión pesimista ve, en cambio, en este
descontrol el inicio del camino
al desastre. Un desastre
ecológico sin precedentes y,
quizás incluso, el fin de la civilización.
Curiosamente, nos señala Diéguez, este determinismo
tecnológico popular convive con otra idea con la que resulta difícilmente encajable: la que sostiene que la tecnología es un mero instrumento neutral con el que
podemos hacer cosas buenas o cosas malas según nuestros deseos. Un determinismo tecnológico consecuente debería llevar a asumir que no es
real la neutralidad de la tecnología con respecto a nuestros fines y valores.
¿Pero
qué aspectos de la tecnología son los que aparecen implicados fundamentalmente
cuando se habla de la autonomía y el descontrol de la misma? Diéguez
se basa en una clasificación efectuada por Niiniluoto (1984,
p. 258). Según el cual, la diversidad de referentes que poseen en la actualidad
las palabras ‘técnica’ y ‘tecnología’ se puede concretar en la siguiente lista:
a)
Los instrumentos o artefactos que el hombre ha creado para la interacción con
la naturaleza.
b)
El uso de tales instrumentos.
c)
Las habilidades (o know how) requeridas para el uso de estos instrumentos.
d)
El diseño de los instrumentos.
e)
La producción de estos instrumentos.
f)
El conocimiento necesario para su diseño y producción.
Y de
acuerdo con esta clasificación, ¿a qué se refiere exactamente el determinismo tecnológico popular cuando
asume la incapacidad para controlar la técnica? Es evidente que, al menos por
el momento, no se refiere al descontrol de los aparatos o artefactos. No
estamos aún en el mundo descrito por Isaac Asimov
en su novela “Yo, robot”. Las máquinas siguen haciendo aquello para lo que
fueron diseñadas, aunque tengan también efectos secundarios no previstos en su
diseño, la que auguran Marvin Minsky y
Hans Moravec una vez que los robots hayan alcanzado un grado de
inteligencia superior al humano (cf. Diéguez 2001).
Los problemas para justificar el
determinismo tecnológico
El
determinismo tecnológico parte de una intuición sin duda bastante sensata y extendida:
no podemos hacer lo que queramos con la tecnología. Y un error central que consiste
especialmente en subestimar la fuerza con la que la tecnología influye en
nuestra cultura y modifica nuestros valores. Entre tecnología y valores se da
una interacción mutua, no una influencia con dirección única, ya sea sólo de la
tecnología sobre nuestros valores, como sostiene el determinista tecnológico, o
sólo de nuestros valores sobre la tecnología, como sostiene el voluntarista o
el determinista social (cf. Niiniluoto
1990).
Por
otra parte, a estas alturas, el hombre no puede prescindir de la tecnología (si
es que alguna vez hubiera podido). Sencillamente la sociedad en su conjunto no
puede renunciar, so pena de muertes masivas, a la producción y uso de la
tecnología. La existencia de los seres humanos en un número de varios miles de
millones es inviable sin ella. Caben renuncias individuales o de pequeños
grupos, como los “amish” de Norteamérica, pero incluso en estos casos esas
renuncias casi nunca son totales.
Pero
la cuestión, nos plantea Diéguez,
es si hemos de aceptar esta situación como inevitable o si cabe hacer algo al
respecto. El determinista da por sentado que poco o nada se puede hacer. Sin
embargo, sus argumentos para sostener esto son débiles y se basan en muchas
ocasiones en generalizar la dificultad del control de ciertas tecnologías y en
apelar a la sensación de impotencia que embarga a muchos frente al desarrollo
tecnológico. En su opinión, por el contrario, hay que dar la razón a Tiles y Oberdiek (1995, p. 25) cuando
afirman que “las interconexiones técnicas existentes limitan el campo para la
realización de los fines humanos, pero de ahí no se sigue que la red de
sistemas tecnológicos sea inmune a la intervención humana y se desarrolle
únicamente según sus propias leyes internas. Algunos problemas se pueden
resolver en relativa independencia, pues aunque en el fondo todo puede estar
interrelacionado, aún es posible distinguir y usar partes específicas para
propósitos específicos como si fueran separables. Y, sobre todo, hay que
preguntarse si la escasa influencia actual de las decisiones individuales en la
marcha del desarrollo tecnológico no obedece antes a la estructura vigente del
sistema económico y político que a la naturaleza supuestamente ingobernable de
la tecnología.
¿Controla realmente la tecnología a los
poderes económicos y políticos, sometiéndolos a sus dictados inapelables, o más bien son éstos los que mantienen el control
pero no se dejan influir fácilmente por las voces de los ciudadanos,
especialmente cuando van en contra sus intereses inmediatos?
Como
señala Keith Pavitt, el
determinismo tecnológico fracasa empíricamente en la medida en que:
- una gran proporción de la tecnología desarrollada no se
difunde, sino que se rechaza sobre fundamentos económicos y sociales,
- muchas tecnologías están continuamente adaptándose a la
luz de imposiciones económicas y sociales,
- cualquier tecnología dada permite cierto grado de
variación en las formas de organización adoptadas para su explotación. (Pavitt 1997, p. 192).
Para Francis
Fukuyama, quien, sin embargo, defendió el determinismo
con anterioridad. Estas son sus palabras:
[S]encillamente no es cierto que el ritmo y el alcance del
desarrollo tecnológico no puedan
controlarse.
Existen muchas tecnologías peligrosas, o éticamente controvertidas, que se han
sometido a un
control político efectivo, como las armas nucleares y la energía nuclear, los
misiles
balísticos, los agentes de guerra química o biológica, los órganos humanos, las
sustancias neurofarmacológicas,
etc., que no pueden desarrollarse ni circular libremente en los
mercados
internacionales. La comunidad
internacional ha regulado
con efectividad la
experimentación con sujetos humanos
durante muchos años. Más recientemente la proliferación
de los organismos modificados genéticamente (OMG) en la cadena
alimentaria se ha detenido
en seco en Europa, y los granjeros
estadounidenses empiezan a abandonar unos cultivos
transgénicos que habían incorporado hacía muy poco. Se puede cuestionar
la oportunidad de tal
decisión desde un punto de vista científico,
pero viene a demostrar que el avance de la
biotecnología no es un gigante
imparable. (Fukuyama 2002, p. 300).
El
peligro que aquí se encierra es que el determinismo tecnológico pueda
convertirse en lo que en ciencias sociales se conoce como una ‘profecía de autocumplimiento’: si
todos consideramos que la tecnología no es controlable, nadie hará los
esfuerzos necesarios para fomentar su control. Se parte de la dificultad real
que encierra el control de ciertas tecnologías muy difundidas o con
valor estratégico (desde el punto de vista militar, pero también económico), y de forma interesada se generaliza esa dificultad de control a prácticamente cualquier tecnología novedosa, radicalizándola además hasta convertirla en imposibilidad práctica de control. Con ello el mensaje que se envía a la sociedad es claro: cualquier intento de oposición a las nuevas propuestas tecnológicas, no sólo es reaccionario, por ir contra el progreso de la humanidad, sino que es completamente inútil. La marcha de la tecnología se hace así incontestable.
valor estratégico (desde el punto de vista militar, pero también económico), y de forma interesada se generaliza esa dificultad de control a prácticamente cualquier tecnología novedosa, radicalizándola además hasta convertirla en imposibilidad práctica de control. Con ello el mensaje que se envía a la sociedad es claro: cualquier intento de oposición a las nuevas propuestas tecnológicas, no sólo es reaccionario, por ir contra el progreso de la humanidad, sino que es completamente inútil. La marcha de la tecnología se hace así incontestable.
Pero
hay tras todo esto un peligro adicional que esta vez se dirige contra la propia
ciencia. La popularidad de la que goza el determinismo tecnológico, sobre todo,
entre ciertas élites tecnocientíficas,
está ligado a un fenómeno particularmente peligroso para el futuro de la
investigación científica y tecnológica. Son ya varios los analistas que han
hecho notar cómo las actitudes anticientíficas parecen afianzarse e incluso
crecer en nuestras sociedades altamente tecnificadas (cf.
Holton 1993 y Dunbar 1999). Y ello a pesar del aumento del nivel
cultural de la población.
Estas actitudes obedecen a una reacción
radical al radicalismo de signo opuesto que representa el determinismo tecnológico.
Los
efectos de la tecnociencia son en su gran mayoría beneficiosos y bien recibidos
por el público. Ahí están como ejemplos los avances médicos, los progresos en
informática, los nuevos procedimientos de comunicación y transporte, los nuevos
y mejores materiales sintéticos. Nadie puede cabalmente negar eso. Pero desde
los años setenta también se han hecho crecientemente notorios los efectos
negativos: la contaminación, la superpoblación, la perturbación grave del medio
ambiente, las extinciones de especies, las armas biológicas, etc. La tecnociencia es contemplada como una
gran esperanza, pero también como un gran peligro.
Cuando este peligro
llega a ser visto por algunos como un riesgo inasumible impuesto por sectores
que funcionan de forma autónoma, movidos por intereses particulares, la
hostilidad se despierta fácilmente. Cuando la política científica y tecnológica
brilla por su ausencia o se limita a
distribuir fondos para la
investigación dependiendo de
criterios de rentabilidad, es
previsible que muchos se sientan ajenos al resultado. Cuando la ciencia y la
técnica comienzan en suma a ser percibidas como una forma de poder no sujeta a
un mínimo control democrático, es inevitable que surjan, desde la opinión
pública y desde los movimientos políticos, recelos e incluso una fuerte
oposición a la extensión de su autoridad.
Referencias
Antonio Diéguez (Departamento de
Filosofía Universidad de Málaga - España) El determinismo tecnológico:
indicaciones para su interpretación. Publicado en Argumentos de Razón
Técnica, 8, 2005, pp. 67-87.
Daniel
Chandler, Technological or Media Determinism.
David G. Myers, Social Psychology 10th
ed. Mcgraw-Hill 2010.
John
Daniel, Technology is the Answer: What was
the Question?
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